Los niños estaban sentados cerca del mar, observando las olas del océano desde el precipicio y escuchando la dulce voz de la Abuela que hilaba un cuento. La Abuela les mostró los sonidos de las mareas que vivían dentro de las conchas de su cesto, contando a los pequeños cómo las conchas habían enseñado a la Tribu Humana a escuchar a sus sentimientos.
Uno de los curiosos pequeños preguntó algo, y la Abuela respondió llevando al grupo a la orilla. A lo largo del camino ella hizo que cada niño recogiese una flor. Después, la Anciana pidió a los niños que lanzaran sus flores al mar, explicando que los sentimientos de cada uno serían enviados al mundo, pero que un día volverían a ellos.
Los niños miraron cómo una flores se ahogaban, otras se revolcaban en la tierra, y algunas, que no se habían lanzado bastante lejos, quedaban en la arena esperando que la marea ascendente se las llevara. La Anciana explicó que, al igual que las flores en la orilla, los buenos sentimientos debían ser lanzados lo bastante lejos en los mares de la vida para que fueran compartidos, ya que, en caso contrario, los sentimientos no podrían volver a ellos como bendiciones. Las flores que se ahogaron representaban los malos sentimientos que debían ser purificados por lágrimas saladas. La Abuela explicó que los sentimientos destinados a herir a los demás no debían ser enviados al mundo porque éstos, también volverían finalmente al que los había enviado. Las flores que montaron en las cimas de las olas representaban la imagen poderosa de todos los sentimientos de la vida. Estos sentimientos reflejaron la risa y las lágrimas que eran compartidos con otros. Estos sentimientos compartidos fluyeron, como el flujo y reflujo de los mares, hasta que las mareas de la comprensión los trajeron de nuevo a la orilla que el corazón llamaba... casa.
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