LA MANO FRIA (Allande)
Según cuentan algunos vecinos de una aldea de San Martín de Valledor, parroquia del concejo de Allande, vivía hace tiempo en una casa pequeña, un albañil tranquilo al que le gustaba hablar por los codos, pero que era muy querido por los habitantes del pueblo porque en sus charlas contaba, de vez en cuando, bellos cuentos que atraían la atención de niños y mayores; sobre todo cuando se reunían en el hogar. el lugar donde vivía, algo alejado del pueblo, y rodeado de árboles, daba un ambiente especial a las "polaviles o filandones" (reuniones familiares y/o vecinales alrededor del hogar en las largas noches de invierno para hilar y contar historias) que se hacían en su casa: los pájaros, el sonido del viento y esa particular oscuridad que se siente cuando se está acabando la última luz, ayudaban a respingarse un poco antes de empezarlas.
Un día de los suyos, y que cambiaría su manera de ver y sentir las cosas de este mundo, estaba cenando con total tranquilidad el albañil; por toda luz, un candil por algún lado, un tronco en ascuas en el que calentar la cena... Estaba solo y no encontraba en la cena más consuelo que el que puede encontrar un maestro al reñir a un escolar; no pensaba mucho, sino que dejaba vagar la mente por entre lo insípido de lo que comía, Así lo llevaba: comer y lavar la cazuela de cualquier manera, sentarse a fumar el ultimo pitillo del día mientras se va enfriando la casa y se prepara para acostarse.
A punto estaba de apagar el candil, cuando una sombra indefinible apareció por la pared donde no tendría que estar, por la que sí tendría luego, y por otra tercera después, que era donde estaba el candil, y apagó la vela.
Buscó tizones en el afable resplandor del hogar, boscó cerillas, tantas como le permitió el miedo que erizaba los poros de su piel, ese mismo miedo que él causara en los niños con sus cuentos, Casi de súbito, segundos antes de encender la última cerilla, algo así como una mano fría, algo frío, una textura fría, un calor frío, se posó en su garganta.
De puntillas, se acercó a la puerta y, como intentando no incomodar a quien allí hubiera, corrió el pestillo, abrió ligeramente la puerta, pasó al otro lado como queriendo ser más flaco de lo que era y bendijo aquella luz afable que dejaba ver las sombras de los árboles como sombras azules de un cielo prieto. Hizo esfuerzos para no correr, buscando encontrar lo que le quedaba de cabal; y se dirigió a casa de su amigo del alma, a que le dejara dormir en su casa, a que le quitara ese frío de su cuello.
Dice la gente del lugar que, acabado de llegar ante su amigo, lo miró con ojos asustados, que quiso hablar pero no pudo y que se desmayó. Aquel, consiguió reanimarlo, con bofetadas, con agua, con el frescor de la noche.
Nada pudo hacer entonces el albañil para evitar que unas lágrimas buscaran su camino entre todas las profundas arrugas que esa misma noche aparecieron en su cara.
Según cuentan algunos vecinos de una aldea de San Martín de Valledor, parroquia del concejo de Allande, vivía hace tiempo en una casa pequeña, un albañil tranquilo al que le gustaba hablar por los codos, pero que era muy querido por los habitantes del pueblo porque en sus charlas contaba, de vez en cuando, bellos cuentos que atraían la atención de niños y mayores; sobre todo cuando se reunían en el hogar. el lugar donde vivía, algo alejado del pueblo, y rodeado de árboles, daba un ambiente especial a las "polaviles o filandones" (reuniones familiares y/o vecinales alrededor del hogar en las largas noches de invierno para hilar y contar historias) que se hacían en su casa: los pájaros, el sonido del viento y esa particular oscuridad que se siente cuando se está acabando la última luz, ayudaban a respingarse un poco antes de empezarlas.
Un día de los suyos, y que cambiaría su manera de ver y sentir las cosas de este mundo, estaba cenando con total tranquilidad el albañil; por toda luz, un candil por algún lado, un tronco en ascuas en el que calentar la cena... Estaba solo y no encontraba en la cena más consuelo que el que puede encontrar un maestro al reñir a un escolar; no pensaba mucho, sino que dejaba vagar la mente por entre lo insípido de lo que comía, Así lo llevaba: comer y lavar la cazuela de cualquier manera, sentarse a fumar el ultimo pitillo del día mientras se va enfriando la casa y se prepara para acostarse.
A punto estaba de apagar el candil, cuando una sombra indefinible apareció por la pared donde no tendría que estar, por la que sí tendría luego, y por otra tercera después, que era donde estaba el candil, y apagó la vela.
Buscó tizones en el afable resplandor del hogar, boscó cerillas, tantas como le permitió el miedo que erizaba los poros de su piel, ese mismo miedo que él causara en los niños con sus cuentos, Casi de súbito, segundos antes de encender la última cerilla, algo así como una mano fría, algo frío, una textura fría, un calor frío, se posó en su garganta.
De puntillas, se acercó a la puerta y, como intentando no incomodar a quien allí hubiera, corrió el pestillo, abrió ligeramente la puerta, pasó al otro lado como queriendo ser más flaco de lo que era y bendijo aquella luz afable que dejaba ver las sombras de los árboles como sombras azules de un cielo prieto. Hizo esfuerzos para no correr, buscando encontrar lo que le quedaba de cabal; y se dirigió a casa de su amigo del alma, a que le dejara dormir en su casa, a que le quitara ese frío de su cuello.
Dice la gente del lugar que, acabado de llegar ante su amigo, lo miró con ojos asustados, que quiso hablar pero no pudo y que se desmayó. Aquel, consiguió reanimarlo, con bofetadas, con agua, con el frescor de la noche.
Nada pudo hacer entonces el albañil para evitar que unas lágrimas buscaran su camino entre todas las profundas arrugas que esa misma noche aparecieron en su cara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario